De la tele a las maratones: cómo nos ganaron las series

Permítanme un poco de su tiempo para ponerlos al corriente de un grave peligro

Durante la primera era del mundo (pre pandemia y plataformas de películas y series), cuando los héroes y los dioses caminaban entre nosotros y se podía fumar en aviones y hospitales, existía un ser mítico, mitad radio, mitad ventana, cuyo influjo marcó de principio a fin la era de “Arcatatof, el temerario”. Ese “algo” ciclópeo, con piel de madera, primero, y plástico, después, fue conocido en toda la tierra media como la tele. Si estás leyendo esto y tenés menos de 20 años, este concepto te resultará totalmente extraño. Quizás hayas visto alguna que otra imagen de este ser, cual críptica runa mágica en algún pictoline. Si estás rondando los 30 tendrás este concepto como un recuerdo deslucido de tiempos remotos, algo digno de El Silmarillion.

En aquellos tiempos remotos -antes de que los cielos y la tierra terminaran de formarse y donde los elfos vagaban entre los humanos, deteniéndose en cada puerta para golpear y saber si tenían un momento para “hablar de la creación y la música de los dioses”-, este ser omnipresente llamado “tele” determinaba la dirección de los muebles; a veces, se multiplicaba para estar presente en varias habitaciones del mismo hogar. En el más extremo de los casos, podía llegar a ordenar la vida y los días de sus siervos: dibujos animados a la mañana, variedades al mediodía, novelas por la tarde, noticias para cenar y películas antes de dormir. Gracias a los magos poderosos que lograban el sacramento de “el cable”, se le agregaban las películas de duchas y gente depilada que se transmitían después de la medianoche. Aquel era el reino de la tele y sus asuntos.

Como sobreviviente de aquellas épocas, más por insistencia que por mérito, uno tiene cierto respeto por las viejas costumbres. Tanto es así que, unos días atrás, me vi buscando entre las plataformas de “la internet” algo que me recordara a la vieja comarca. Busqué, entre las series y los dibujos animados (los más abundantes habitantes de estos streaming-parajes), alguno que pudiera conjurar aquel viejo encantamiento que producía la tele. Alguien llamó a mi puerta y acudí esperando que fuesen un par de elfos con ganas de charlar sobre la creación del mundo, pero solo eran un par de caucásicos intentando hablarme del supuesto nuevo Dios. Un poco decepcionado volví a la tarea de encontrar algo que me acompañase mientras hacía mis tareas cotidianas: dibujar, leer, mirar por la ventana esperando la llegada de los elfos, etc. Pero no pude encontrar nada. Entonces, me di cuenta: finalmente, la tele había triunfado y sus más fieros guerreros resultaban ser las humildes series.

Les contaré brevemente de las series de aquellos tiempos. Primero, tenían un horario determinado y estaban interrumpidas por cortes para mostrar elementos mágicos y pócimas de felicidad. Un elixir para oler mejor, para tener los dientes más blancos o incluso, para contrarrestar la calvicie (no funcionaban). Estas series, aún las más exitosas, tenían una estructura repetitiva y tautológica. ¿Eran acaso estas características resultado de las pobres artes de los guionistas del mundo antiguo? Nada más lejos de la verdad. Lo que daban por sentado los programas de la tele era que no disponían de toda tu atención. Eran conscientes de su carácter tangencial y efímero dentro de la rutina diaria. Sabían que, por mucho que te gustara el programa, algún capítulo habrías de perderte, o que no llegarías a tiempo del trabajo/facultad/escuela para ver el capítulo completo. También sabían que los viajes al baño podrían demorarse con algún imprevisto que transformara un heroico pañuelo en algún tipo de papel de baja estofa... Miles de cosas que aprovechábamos a hacer durante los cortes de sugerencias mágicas podían complicarse y durar más que aquellos.

Sabiéndose confinadas en tiempo y espacio, las series se mantenían constantemente accesibles al espectador. El tono repetitivo de los programas ayudaba a estar siempre enterados de lo que estaba ocurriendo. El programa iba de A a B y, de ahí, a C. Por lo tanto, si por alguna razón nos perdíamos de algún segmento, rápidamente podíamos inferir lo que había sucedido. A estos factores debemos sumarle la periodicidad (un episodio por semana), característica que disimulaba lo repetitivo de las series. En su conjunto, estos rasgos generaron programas fáciles de seguir, sin riesgos a quedar afuera de la trama. Porque, una vez visto un capítulo completo, los demás seguirían la misma lógica.

Pero, avanzando en el tiempo, las series fueron ganando poder poco a poco; abordaron nuevos temas, ayudadas por las nuevas artes que la tele iba ganando: color, pantalla plana, HD. Luego, fueron conscientes de los calores que despertaban en el pecho de sus fans. Porque sí, los espectadores fueron convirtiéndose en fans.

Primero, los “VHS del poder” nos dieron la facultad de conservar los capítulos hasta el momento de estar desocupados y poder verlos sin distracciones. Luego, en los mercados troll, plagados de escaleras mecánicas y desodorante de ambiente con aroma a lavanda, pudimos conseguir finísimos discos de plata donde habitaban nuestras series completas, listas para verlas todas las veces que quisiéramos, sin deterioro alguno.

De este modo, y a la sombra del cine que, cual Caballo de Troya, se llevaba toda la atención, las series ganaron poder. Tanto así que ascendieron de plano y ya no habitan en artefactos ni en discos, sino en la nube, llenas de tramas intrincadas, sangre y desnudos.

En estos tiempos, las series nos engañan dándonos la falsa sensación de poder al “permitirnos” elegir cuándo verlas. Pero acechan constantemente en cada uno de nuestros dispositivo, susurrando “no hagas ejercicio y mirá un capítulo”, “el fin de semana es perfecto para una maratón en el sillón”, “tenés una hora de viaje en bondi, perfecto para terminar la temporada”. Y, cuando cedemos a la tentación, esta nueva raza de series no tiene misericordia, no acepta distracción alguna. No son como aquellas viejas series sencillas y accesibles que podíamos tener “de fondo” mientras vivíamos. No, estas nuevas series están seguras de doblegar nuestra voluntad, de succionar toda nuestra atención. 

Se puede reconocer a sus siervos como quien reconoce a los hijos de Nosferatu por su aversión al ajo. A estos nuevos poseídos se los puede reconocer por su temor a los spoilers. Temerosos de ofender a su serie guía, evitan conversaciones y redes sociales que puedan deshacer el conjuro que su maestra tiene sobre ellos. Incluso, han acuñado un extrañísimo concepto: “Dale tiempo a la serie, la primeras dos temporadas son aburridas, pero la tercera está buena”. Oh, ¿cuáles son las altas facultades mágicas de estos guiones que nos hacen pensar que a las series les debemos lealtad y exclusividad? Cuánto tiempo más las maratones le quitarán tiempo al sueño que trae los sueños para ser testigo de alguna que otra intriga disponible con cuatro idiomas de doblaje y siete en subtítulos.

Pero a no desesperar, mi querido lector, aún hay esperanza. Existe una forma de escapar de sus malignos influjos. Solo hace falta tomar un kilo de mayonesa, tres hojas de laurel... 

Perdonen ustedes, pero acaba de sonar el timbre y esta vez tengo la corazonada de que los elfos están a mi puerta.

Etiquetas: La columna de El Santa

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