Pepas, esa tentación clase B

De un tiempo a esta parte he caído en una espiral adictiva. No es fácil admitirlo, pero creo que mi testimonio puede ayudar a otros. Afortunadamente, y gracias a Rao desde este oscuro lugar en donde me encuentro, pude vislumbrar una misión que me está ayudando a volver a ser yo mismo.

 

No es raro que en alguna reunión (todos sabemos cómo es la noche) alguien te alcance una pepa y, claro, por no ser menos no te animás a decir que no. Así, como muchos otros, empecé con este tormento cuando tenía unos trece años. Hoy me avergüenza admitir que estoy comprando tres o cuatro paquetes de pepas por semana. Llegué a salir a las diez de la noche a buscar pepas, preso de una necesidad irrefrenable por saborear ese símil de dulce de membrillo coronando un círculo de masa áspera y amarilla que, con suerte, se desgranará al momento de hincarle el diente

 

 

En algún momento intenté encontrarle un sentido filosófico a la forma de esta galletita, algo intangible que provocara en mí semejante fascinación, al punto de dejar de comprar cualquier otro tipo de galletitas.

 

Lo primero que hice, como antiguo alumno de matemática de una escuela técnica, fue buscar en la geometría del bocadillo algo que me conectara con lo sagrado. Medí diámetro y radio, y repetí el procedimiento con el botón de “membrillo”; los comparé, esperando que entre ellos hubiera una proporción áurica o algún otro tipo de correlación. Después, medí altura, densidad, peso y resistencia al calor y al frío (nunca intenten comer una pepa frisada) …pero nada de eso arrojó un haz de luz en mi búsqueda. Mientras tanto, yo seguía consumiendo cantidades ingentes de pepas. Desesperado, pasé al análisis químico del asunto: leí la lista de ingredientes que componen estas delicias incomprendidas… Nada, solo algunas sustancias cancerígenas (como en todo).

 

Dicho así, y en tan pocos renglones (resumen que hago para no cansar al lector, sabiendo que la revelación última pasa por otro lado), no parece un proceso muy tortuoso, pero debo aclarar que a cada marca de galletitas se le dio el mismo tratamiento analítico. Fueron cinco largos años de mi vida en los que perdí todo. Todo era sacrificable para mantener un constante abastecimiento de pepas.

 

Una tarde, a mediados de junio, y mientras le robaba el wifi a un tal “PepeTerminator” -del cual me lograba enganchar si me sentaba en el piso, en una de las esquinas del comedor-, puse en el buscador de YouTube mi tan querida y repetida “película completa en español”. Para quienes no lo sepan, en este sitio abundan las películas completas, tanto dobladas al español (de España o latino) como subtituladas (claro que, si sos un cazador de estrenos y alta definición, este no es tu lugar en el mundo). Esta búsqueda filmográfica libre de costo tiene gustos y preferencias claros: ciencia ficción de los años 50, el “Giallo” italiano o el cine clase B de los 70 y 80. Entonces, recordé mis tardes perdidas en los videoclubes: ir a estos locales era toda una ceremonia y toda una responsabilidad, ya que sobre tus hombros recaía toda la diversión familiar del fin de semana. Pocas eran las veces en que se tenía dinero para alquilar más de una película. Por lo tanto, la elegida debía contentar o, por lo menos, no fastidiar a los presentes. En esos tiempos de “pasillos solo para adultos” y “faltó rebobinar la cinta”, existía toda una gama de títulos pensados exclusivamente para el videoclub, con las infaltables ilustraciones de portadas tentadoras: trasuntos de películas de alto presupuesto con un toque sicalíptico, el gancho perfecto para un púber. De pronto, tuve una epifanía y supe la respuesta a esa incógnita que había mermado mi vida durante tanto tiempo.

 

Una infancia de videoclub me había convertido en un “cinófago” con cierto gusto por lo trucho. Años de El señor de las bestias, Robot Holocausto o La galaxia del terror habían criado, poco a poco, un paladar que disfruta de lo simple y barato. Gusto que, con el tiempo y sin que me percatara, llegó al resto de mis sentidos. Y en cuanto a gastronomía se refiere, encontró su perfecta horma en las tan adoradas pepas, sencillas y baratas.

 

Me quedé pensando en el gusto sostenido por “lo trucho” (sea este concepto abarcativo en cuanto a niveles técnicos y posibilidades, más que una descripción peyorativa). ¿Por qué conociendo grandes obras del séptimo arte -que me encantan-, siempre queda lugar para estas pequeñas producciones tangenciales y mal vistas? Primero, recordé las películas de ciencia ficción de los 50 (señalemos que esto fue previo a la llegada del hombre a la luna, cuando el espacio era algo tan mítico como Asgard), siempre pensadas para un público adolescente y para proyectarse en funciones dobles de autocines estadounidenses. De pocas pretensiones y minutos (difícilmente alguna de estas películas supere los 90 minutos), nos hacían pensar que una figura solitaria en su sótano podía crear tecnología fantástica que lo lanzara a grandes aventuras, generando circunstancias que lo arrancaban de su rutina diaria.

 

Claro que este tipo de historias requieren de una suspensión de la incredulidad mucho mayor a las películas actuales. Pero ¿cómo resistirse al encanto de pensar que dentro de un ámbito cotidiano puede estar la puerta para algo fantástico?

 

Después, terminé rememorando las películas clase B de los 80, donde reinaba el látex, el fijador de pelo, el gore y las escenas de duchas. Estas pelis nos proponen ideas tan peregrinas que solo son posibles cuando no hay nada que perder (ni nada por ganar). Son películas que están en el borde de lo creíble (incluso con la suspensión de la incredulidad). Pienso en Ninja 3: Dominación, que nos cuenta la historia de una bailarina que es poseída por el espíritu de un antiguo ninja.

 

 

¿Mucho? Tal vez. Pero por eso las películas son películas, y no documentales. Si quisiera comer algo sano, compraría una manzana. Así que, cuando busco una pepa, es porque realmente quiero...no sé qué quiero, pero no quiero una manzana.

Etiquetas: La columna de El Santa

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