Por qué la brevedad es buena y necesaria

El tiempo de las producciones audiovisuales, en la mira


Mientras activo el ritual del mate mañanero, condición fundamental para poder volver al mundo de los vivos, siento que toda esa liturgia (poner la yerba, agitarla para sacarle el polvillo, inclinar el mate para tirar el primer chorrito de agua tibia) hace que mi mañana se sienta más lenta y acogedora, con reminiscencias de tiempos más simples y sencillos… Todo esto pasa hasta que agarro el termo, ese obelisco metálico de modernidad impertinente, resistido a más no poder por los verdaderos fundamentalistas del mate. Entonces, también caigo en que el agua la calenté con una pava eléctrica. ¿Cuál es la diferencia con una pava PAVA? La original te invitaba a esperarla y revisar el agua cada tanto, buscando la nubecita que se forma sobre el agua, justo antes de entrar en ebullición. Con la eléctrica, tenemos un termómetro que apaga el artilugio a los 75 grados Celsius.

Con semejante pinchadura de globo, hago mi máximo esfuerzo para seguir disfrutando de mi ritual de tomar mate, para no caer en la tan conocida pataleta de "en estos tiempos modernos ya no hay tiempo para nada". Porque, de hacer memoria y hasta donde sé, las cosas siempre se sintieron de ese modo (por lo menos, desde los primeros días del Siglo XIX). El celebrado y condenable Lovecraft ya se andaba quejando de la velocidad de los tiempos modernos.

Más que nunca, pero como siempre, estos días que nos tocan nos apalean con un ritmo enloquecedor que ha perdido el encanto y la posibilidad de la contemplación, de la charla y todos esos lugares comunes que uno podría citar para darle una pátina romántica al pasado. Como si la vida campestre fuese un dejar crecer el trigo o pastar las ovejas, sin hacer mucho más que mirar las nubes. O como si las jornadas de 10 o 12 horas en las antiguas fábricas textiles fuesen una celebración de la vida libre de plástico. Que habrá tenido sus cosas buenas y malas, como todos los momentos de la historia, no hay quien lo niegue. Pero, si miramos con más detalle, podremos notar que ya en los inicios del Siglo XX existían voces reclamando los sencillos tiempos del pasado. Al parecer, estamos embarcados en una carrera de aceleración exponencial y añoranza constante. Los primeros pasos en la aeronavegación -con esos aviones que eran poco más complicados que un enorme barrilete- y la llegada del hombre a la luna están separados por unos 70 años, aproximadamente. Hablame de vértigo.

Incluso en el arte, y a pesar de ese aire impoluto que se le quiere dar muchas veces, cualquier método que se haya podido emplear para acelerar los métodos de producción siempre fue bienvenido. Desde “el maestro” dando los toques finales a una obra -mientras sus múltiples ayudantes se encargaban del resto- hasta los métodos ópticos, como la cámara oscura, para copiar/calcar los paisajes de Venecia. Al parecer (y con esto no estoy descubriendo la pólvora), la cultura occidental tiene cierta tendencia a valorar el resultado por sobre el proceso. Todo en nombre del ahorro de tiempo, como si el sentido común colectivo supiese que el apocalipsis se acerca y tenemos que aprovechar cada segundo, aunque eso signifique vivir estresados y continuamente contracturados.

En nombre de este amor por la inmediatez, quiero reconocer la valentía y honestidad de dos películas que, a pesar de la tendencia dominante, no caen en la tentación de reconocerse como “sagas” (por lo menos, no hasta el momento en que escribo estas palabras): Raya y el último dragón La guerra del mañana, ambas de 2021.

Te hayan gustado más o menos estas películas, se les debe reconocer una cualidad cada vez más escasa dentro del entretenimiento de masas contemporáneo: la brevedad. En ambos casos hablamos de obras que, sin mucho esfuerzo, podrían haberse reescrito como trilogías. La primera nos presenta un mundo con cuatro pueblos que viven en armonía con las fuerzas trascendentales del mundo que, por alguna u otra razón, se rompe. En consecuencia, la desgracia, la guerra y la desesperanza se ciernen sobre cada hombre mujer y niño. Con el tiempo aparece un personaje llamado a restaurar el orden anterior, la paz, la armonía y traer a casa la copa… O lo que sea que haga feliz a la gente. El argumento es tan conocido como funcional. Y tampoco uno va a esperar otra cosa de un producto de estudio, especializado en la facilidad de la producción y la sencillez de su lectura.

Así que Raya es honesta: sabe que su virtud no está en una historia que requiera ser desarrollada durante seis o siete horas. Más, si pensamos que el público de estos días esta más que curtido en este tipo de historias. Por eso pliega la historia sobre sí misma, ahorrándonos miles de lugares comunes para dejar lo mínimo e indispensable. Y acierta en apoyarse en sus valores reales: el diseño de personajes y la potencia de sus imágenes.

En La guerra del mañana pasa algo parecido. No faltaron sobre esta película críticas que reclamaban trilogía... ¿De verdad? Si lo pensamos, no es difícil oler una trilogía en una historia cuando, por defecto -y más para este tipo de películas-, manejamos estructuras de introducción, nudo y desenlace (fácil de producir y fácil de comprender). Pero, después del ejercicio pornográfico que fue The Hobbit (An Unexpected Journey, The Desolation of Smaug y The Battle of the Five Armies)... (lo de pornográfico es metafórico, que nadie se alarme, lo digo como la tendencia a regodearse en la imagen por la imagen misma, sin mucha lógica ni sentido, perdiendo de vista la historia y, por lo general, el buen gusto).

La guerra del mañana podrá tener muchas fallas pero, por lo menos, no nos quita mucho tiempo. No parece mucho pero, en un mercado sobresaturado de sagas y universos compartidos, es algo para agradecer.

Etiquetas: La columna de El Santa

Ver noticias por etiqueta: