Reyes y siervos: los relatos que seguimos contando

Me despierto en Barcelona. Como una declaración de principios, me preparo unos mates dulces. Mientras, me saco el pijama de las tortugas ninjas y me visto. Enciendo la tele y la compu a la misma vez. Luego, la tableta gráfica. Pongo por enésima vez Viaje a las estrellas (la serie original) y algún capítulo donde Spock haga gala (sí, “haga gala”) de sus mejores deducciones lógicas, Kirk inevitablemente conquiste a la dama de turno o el doctor refunfuñe sin que nadie le lleve mucho el apunte. Lo usual.

Tengo sobre el escritorio una historieta hermosamente encuadernada: tapa dura, cada hoja de papel satinado de 120 gramos. La impresión es a color; el coloreado digital se luce en cada viñeta. Pero los días pasan y solo me resta una semana para tener que devolver el álbum (formato popular para las publicaciones de historieta en Europa) a la biblioteca. 

También por enésima vez agarro ese álbum, el título “Trono…” de no sé qué. Y no me malinterpreten: nada en el aspecto formal de esta historia es el responsable de mi apatía. Están bien los dibujos, bien los colores, bien los diálogos. Los fondos, como suele pasar en las historietas históricas europeas, están alevosamente trabajados y concienzudamente documentados. En sus páginas se cuenta la historia de algún rey de… no sé, digamos Francia, aunque podría ser Inglaterra, España o Dinamarca. En fin, es la historia de un rey, y de la lucha de intrigas y las batallas que se desencadenan para decidir quién terminará gobernando. Nada que no se haya visto antes. Nada que no nos haya entretenido miles de veces, como ese capítulo de Viaje a las estrellas que ya vi miles de veces y me sigue entreteniendo. Mientras, el mate se transforma en agua con azúcar que sigo bebiendo para buscar tenazmente la úlcera estomacal (Bukowski, un poroto al lado mío).

Recuerdo que, hace un par de días, escuché noticias sobre el rey… Sí, y no era Patricio Rey ni nada parecido. Eran las noticias del rey, uno "de verdad”. Un ñato que ostenta todos los privilegios que la vida moderna occidental primer mundista puede dar a un hombre blanco heterosexual, solo por ser el hijo del hijo del hijo de alguien que mató o se casó con alguien. Eso es un rey y eso es lo que siempre ha sido (o tal vez yo sea muy lento, pues tuve que caminar por algunas calles medievales que todavía se conservan en algunos pueblos casi fantasmas de Europa, donde un viejo pastor de ovejas lleva su rebaño al pedazo de tierra que hace trescientos años pertenece a su familia por un pequeño camino rural franqueado por los restos de una muralla romana). Entonces, uno cae a cuenta de cuán poco épica -y noble- es la nobleza, de la distancia efectiva que existe entre los reyes, sus intereses y las personas. Que siempre, como ahora, la nobleza estuvo alejada de las preocupaciones de sus “siervos”, el labrador y el pastor… Y así, en la historieta que intentaba venderme la noble lucha de algún rey para no perder o recuperar su trono, con su familia, sus armaduras y sus espadas… y todas sus pompas… etc., me resultaba tan noble esa lucha como noble es el Señor Barriga acosando a Don Ramón por no pagar el alquiler a tiempo.

Pero, claro, no siempre las historias de reyes, nobles y misceláneas afines son relatos históricamente coordenados. Cientos de mundos se crean con un mínimo aporte de contexto histórico para después poblar esas tierras, antojadizamente fantásticas, de monstruos hechiceros, dragones e invasores diabólicos de tierras lejanas. Amenazas que justifiquen el nacimiento de los nobles, de la casta de guerreros que protejan al pueblo… O quizás los hechiceros, dragones e invasores no sean más que una creación de la casta noble para justificar su mera existencia… 

Las primeras cosas que me atrajeron de Viaje a las estrellas fueron las naves y las diferentes razas. Varios años después, me maravillaban las paradojas temporales y los seres imposibles (semejantes a dioses, pero siempre terrenales) que aparecían capítulo a capítulo. Años después, me encantó la idea de que sus protagonistas fueran exploradores, sin formar parte de un ejército ni estar donde estuvieran por mera casualidad. No: estos señores que vestían pijamas de colores estridentes, luchaban con luces parlantes y saltaban todos a la vez a la izquierda o derecha para indicar que la supuesta nave estaba dando tumbos, hacían lo que hacían por la simple voluntad de conocer cosas nuevas. Hoy, al revisitar la vieja serie, lo que me llama la atención es una nube de tensión sexual adolescente cada vez que aparece un personaje femenino. Porque, claro, cada obra nace de su contexto, y Star trek, a pesar de intentar ser una visión más amplia del mundo, no podía evitar ser una serie nacida en los 60, pasada por los filtros requeridos para ser televisada. En las siguientes encarnaciones que tendría el universo de la Federación, estos puntos flacos se irían revisando y ajustando a parámetros más amplios, en una mejor concordancia con lo que se suponía el espíritu de dicha institución.

Pero, ¿qué pasa cuando la base del relato no se pone en tela de juicio? ¿Es tiempo de seguir fantaseando con reyes desbordantes de honor y gallardía, siempre en consonancia con los valores mejor cotizados de la época en que el relato haya sido escrito? ¿No deberíamos saber a esta altura de la historia que nadie honorable aspiraría a ser rey?.

Pero los relatos de la Edad Media (por mencionar un cliché de caballeros y regentes con historias contadas hasta el hartazgo), sean estos imaginados o documentados, no son el único ejemplo de la falta de revisionismo histórico. El segundo y peor caso, por ser un “enamoramiento” nacido en un mundo mucho más “ilustrado” en ciertas inequidades históricas, es el steampunk. Este subgénero literario de la ciencia ficción, que pronto llegó a otros medios, nació como un hermano trastocado del cyberpunk. Pero, en tanto el segundo tiene una mirada crítica de la realidad sobre la deshumanización del individuo, el capitalismo salvaje y el avance de las grandes multinacionales, su hermano menor y “vaporoso” se regodea la mayoría de las veces en el manierismo estético de la época.

Para quien no esté al tanto del tema, el steampunk juega con las reglas de la ucronía, una historia alternativa del mundo a partir de un punto determinado de la historia. El ejemplo más resonante de este tipo de relatos es The man in the high castle, de Philip K. Dick, que plantea el triunfo del nazismo en la Segunda Guerra Mundial, la posterior ocupación de Estados Unidos por parte de Alemania y Japón, y las consecuencias sociales y políticas de tales cambios. En el caso del steampunk, el punto de cambio en la historia se toma a partir del reinado de Victoria I de Inglaterra (1837-1901). Son tiempos de revolución industrial y de cambios profundos y violentos a nivel socioeconómico, una época donde Inglaterra pasaría de ser una sociedad agrícola a una capital movida por las máquinas de vapor, interconectada por líneas férreas; donde el campesinado se vería arrastrado a condiciones de “moderna esclavitud” para mantener en funcionamiento las fábricas recién nacidas. También es tiempo de colonias, segregación, racismo racionalmente justificado y ruptura de economías locales a favor de las necesidades de abastecimiento de un imperio. Pero, de todas estas circunstancias, el mundo steampunk suele centrarse en la moda de la clase adinerada en los trajes y las galeras, en algunas afectaciones y represiones morales propias de la época y en la traducción de tecnologías más avanzadas a la lógica de la máquina de vapor. En resumen, en lo pintoresco. Para el subgénero, siguen anónimos los dramas de las minas de carbón, el trabajo infantil y el hacinamiento en pensiones de cama caliente para centrarse en los problemas de tal o cual familia aristocrática.

Otra vez, no quiero estigmatizar géneros, ya que ellos son continentes para nuestros contenidos. Pero creo que es tiempo de hacer un mejor revisionismo histórico. Es tiempo de dejar de aceptar tan fácilmente que los reyes viven las historias que merecen ser contadas, de encontrarnos a nosotros mismos en las diferentes épocas, de darles a nuestros antecesores la pátina de valentías y honor que la historia les negó. Es tiempo de contar la historia de personas en pijamas que, sin mandato divino nio poder económico, buscaron nuevas aventuras. Es tiempo de contar nuestras historias

Etiquetas: La columna de El Santa

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